"El Totoral", primer relato de "Seis relatos juveniles", José Quispe

 

 "El Totoral"


Una mañana temprano, me levanté. Era viernes y, sentado en mi cama, observaba la tranquilidad de mi cuarto. Las paredes estaban pintadas de azul a excepción de los bordes, y la luz del sol se filtraba por la ventana de mi izquierda, chocando contra las cortinas azules y llegando a las paredes del mismo color. Todo lo contemplaba de manera melancólica, pues sentía que no volvería a estar allí, ni a sentir esa sensación,a tranquilidad.

Luego me puse de pie sobre la cama y, viendo las figuras iguales de osos pequeños negros en mi pijama blanca, pensé en Luciana. En su silueta de muchacha de dieciséis años, diáfana, casi abrumadora. ¿Dónde? En sus ojos ovalados, castaños y oscuros, recordaba una luz, un destello, yo que sé, que me encontraba. Luego estaba su cabello del mismo color de sus ojos, castaño oscuro, y para concluir, sus labios delgados, como en una línea sin sondeo, rosados, diciéndome algo que no oía. La imaginaba, como tantas veces, mirándome sentada al lado de mi cama para luego acercarse y decirme algo al oído, que no escuchaba.

Entonces me levanté de repente y, avanzando por los muros beiges del pasadizo de mi casa, llegué a mi cocina blanca. Observaba una pulcritud inaudita: puertas de los estantes en barnizado, cañerías con doble filtración, y abertura del pase del agua con sensor al calor de las manos, además de una campana y un horno de últimos modelos. Pequeños detalles que me levantaron el ánimo...

Tenía mi refrigerador a mi derecha, en línea paralela, al frente de mi “campana”… Entonces miré la nevera, pensé que sería buena idea meter mi cabeza dentro. Sí, una locura, pero una locura de un enamorado. Enamorado hasta la coronilla de Luciana.

En un principio, la idea de meter la cabeza dentro prometía una brisa fresca que no me haría sentir mal. Primero, había puesto mi mano para sentir la temperatura de la corriente y ver cómo posiblemente se sentiría en mi cabeza. Pero, como dije, tenía la cabeza atareada. Y al final, no me importó la advertencia.

Instantáneamente, una ráfaga de viento frío abrazó mi rostro de forma fortuita y luego mi cabeza. Enseguida, parecía que se iba a volver una roca. Me la imaginaba deslindándose de mi cuerpo para luego caer inerte sobre el hielo en la nevera. No, inerte no, con algo de vida, para contemplar y escuchar el “clack clack” de mi cuerpo separándose en su totalidad de mi cabeza. Para luego ver de soslayo hacia abajo y contemplar el cuerpo restante caer y observar su estampido contra el suelo. Y todo sin hacer salir una gota de sangre.

Mantuve mi compostura, claro, y con un gran esfuerzo, la saqué. Sentía mi cerebro abrumadoramente congelado, pero seguía derritiéndose, lentamente. No era al ritmo que yo quería, obviamente. ¡Quería ya que parara! ¡Quería quitarme esa sensación de la cabeza! ¿Dónde mi piel, entonces de gallina, volvería a la normalidad?

Pasó un momento, y recién empezaba la campana en mi cabeza a ser más lenta, Tan… tan… y me alivié.

“Después de disfrutar la suficiente brisa fresca”, miré hacia la izquierda y saqué una caja blanca que decía “Jugo de naranja, El Totoral”. Esta estaba al lado de otra caja blanca que mostraba un líquido morado espeso que indicaba que era “ponche de mora, Gloria”; mi favorito.

Después, como mi cabeza se componía del frío, esa maldita sensación de que me faltaba algo volvía y pensar en alguna de mis chicas no servía. Volvía la calor, y el enrolamiento, como una campana aumentando su jalar, y ya no era frío, sino caliente peor. Resonando, y evocando su nombre; Luciana.

Decidí salir a caminar. Enseguida me puse mi polo blanco un poco ajustado, que resaltaba los músculos de mi pecho y mis brazos. Después me puse un pantalón negro de lino diseñado para tenistas profesionales. Luego llegué hasta la puerta, que tenía tres rectángulos en degradado en el lugar donde debería haber una ventana. Desde mi punto de vista, le confería una cierta “elegancia”. Entonces, cuando vi ese diseño quieto, un sentimiento de frustración se arremolinó por mi cabeza. Mi mente trabajaba y me hacía ver lo que me esperaba allá afuera: un mar de casas de diferentes colores, de entre dos y tres pisos, diseñadas con un patrón en común: cuatro cuartos por piso, la parte de perfil al ladrillo rojo, y luego la mirada entreabierta por cortinas beis de su respectiva ventana. Y para concluir, una reja negra, claro – por seguridad – y, con su pequeño espacio de entrada,. No esperé más, o me iba a desanimar. Salí exhalando dos veces seguidas y comencé a andar.

Primero caminé una cuadra por la Calle “Roberto…”, donde a la calle le faltaba asfaltar. Segundo, bajé por la Calle Yumina, a ambos lados hileras de casas de colores con diseños iguales, cuatro por cuatro, hasta llegar al Banco de Crédito del Perú.

Después de allí, caminé dos cuadras hasta llegar a la Calle Grau. Donde en la izquierda y derecha se encontraban extensiones largas de “chacra”. Okay, en la parte izquierda estaba el sendero al que me encaminaba. Se veía bien, y obvio, lo tomé. No debí.

Caminaba por aquel sendero, alegre, pues este me ayudaba a despejar mi mente. Empezaba a tener más ligereza, gracias al aire “puro”. Pero, aquí va a venir una contradicción… ¿Por qué así sin más me dejé llevar por el sendero? A medida que caminaba, notaba el hermoso paisaje. Veía las lindes de los campos, que indicaban que iniciaba otra propiedad. La luz de la mañana bañando las villas de la campiña y, a lo lejos, una hierba en diferentes pisos altitudinales que hacían que uno solo quisiera seguir, más y más.

Me adentré en esa exquisitez llamada naturaleza autóctona. Caminé un buen rato por el sendero formado por piedras. Habrán sido cuarenta minutos, cuando vislumbré a lo lejos la Mansión del Fundador. Se encontraba cubierta por una densa neblina. Igual que mis pensamientos tras la razón, ya que no sabía cómo diantres había llegado allí. Ese lugar probablemente quedaba en el camino, pero no me sonaba de otras veces que había tomado el sendero con la misma misión.

Más, sabía que una energía me atraía, por eso me acerqué, lo suficiente como para llegar a la rendija del portón negro, lugar donde se podía ver un poco del patio. Estaba viendo las piedras y la tierra de aquel suelo, cuando de ese sitio levanté la mirada y vi una mancha blanca que se movía con otras manchas más arriba, negras, que parecían ir en cascada. Miré más de cerca, y luego con más detenimiento. No eran manchas, sino una muchacha, y estaba llorando. Me apené al instante, ese sentimiento se repetía cada vez que veía a una mujer que sufría, pues me recordaba a Gabriela, mi hermana.

Aunque ella estaba de espaldas, era una figura de una muchacha de veintidós años con el cabello ondulado negro. Llevaba un vestido blanco con mangas larguísimas, además de unas botas negras que le llegaban hasta las rodillas y que, además, colindaban con la parte baja de su vestido, que le cubría gran parte del cuerpo. En el cual se le veía más rastro de piel que en el rostro. Un rostro hermoso, pero me llamó la atención la manera cerrada en que se vestía, debido a que estaba acostumbrado a ver a la gente con vestimenta más abierta.

Pasó un rato. Miré al cielo, al contexto, al viñedo, y no me decidía en si hablarle o no, ya que me faltaba valor. Quería preguntarle cómo se sentía. No ligar, nada de eso. Quería hacerlo. La decisión se dio tras una promesa en que si lo hacía me ganaba una pizza el sábado.

Me acerqué a la rendija del portón. “¿Cómo estás? Soy José”, le dije. Me miró desconcertada. Luego, agarró lentamente sus cosas, siguiendo mirándome. Parecía que iba a ir al interior de la mansión. Entonces, cuando me entró un pequeño miedo de haberla asustado. Pensé de nuevo en Gabriela, en cómo no me gustaría que tratasen así a mi hermanita. Pareció que me indicaba algo, más en un rápido instante cambió la expresión de su rostro a algo más cálido.

Pero había algo que me consternó, e incluso me ponía confuso. Ese estado era incluso peor que lo que sentía tras ver su cara de miedo. Porque, si bien ahora tenía un rostro cálido, sus ojos estaban sumamente dilatados. Se veía más vulnerable que antes, y a la vez parecía que ocultaba algo. Y eso, en serio me consternaba.

Luego de eso, a los dos segundos aproximadamente, ella se acercaba, y por ratos pensaba en Luciana, en su rostro y en sus ojos ovalados. Entonces la chica de enfrente, los tenía redondos. En ese momento había una disposición de la figura de la chica desconocida, en especial de sus rasgos faciales, sobre los rasgos de Luciana Emilia Olivares.

En ese instante pareció como que encajaba, y el pelo ondulado negro encajó sobre el de Luciana, porque ahí su matiz oscuro aumentó y sentía que se reemplazaba. Fue como si ella se convirtiera en Luci. Por consiguiente, parecieron las cejas marrón oscuro de Luchita, igual llegaron a ser oscuras, casi negras. Y no sé qué, me hizo creer que así fueron toda la vida. Este patrón siguió cada parte de su cuerpo, aunque no lo recuerdo con tanto detenimiento como los que he mencionado…

Una vez que hubo encajado, como marcando tarjeta, y haciendo un clic en mí para cambiar del miedo al anhelo. Apenas lo percibí meticulosamente, me cuidé de no expresar este sentimiento.

Como dije, su nueva faceta me consternó un poco al principio. Pero rápidamente le perdí interés. Estaba solo un poco engatusado, pero bastó para pasar por alto ciertas cosas. Solo notaba que ella se acercaba por la tierra con piedras. Cuando estaba a un metro de la rendija, dijo: “Hola, qué tal. Soy Sara”.

“¿Sara, sabes?, estaba caminando y te miré. Me pareciste muy guapa. Pero…, había una energía en esta casa que me está atrayendo. ¿No hay nada que ocultar, ¿verdad?”,bromeé. Luego la miré, tenía el labio superior e inferior levantados y la nariz arrugada, tenía disgusto, incluso asco. Pensé en Gabi y en cómo… no me gustaría que alguien le hiciera lo mismo. “Perdona si te incomodé, lo siento. Ya me voy”.

Ya iba dando dos pasos… Cuando ella dijo: “Eh, espera. No te preocupes. Me pareces un muchacho atractivo, también”. [Dijo siguiendo con las pupilas dilatadas]. Algo me perturbaba, no sabía qué, pero al final, me centraba en su sonrisa. Me fijé en su bonita nariz espingada y sus ojos, redondos y negros. Normalmente puedo ver la profundidad de estos –ya que abundan en mi barrio–. Pero los de ella tenían como una barrera cristalina; más, aguada. Eso redundante, me consternó. Pero pasó rápido. Pues, ella mantenía muy bien los agudos y los graves en sus palabras.

“De esta casa tiene tanto que decirse. Como que aquí se resguardaron las últimas defensas españolas, que no huyeron a Ayacucho”. Su entonación me mantenía en un vaivén un poco rítmico. Claro, debí darme cuenta. De cuando se acercaba a mí; de cuando ganaba más mi confianza. Y hacerle la pregunta de qué hacía allí… [Se elevó su párpado superior y, sus cejas, ligeramente se elevaron y contrajeron].

Me dijo que era por encargo de su abuela, dejarle el desayuno al guardia. Se lo creí. Como dije, estaba embelesado por sus graves y sus agudos, tan finos. Me preguntaba por qué no lo había dejado y ya. ¿Por qué se había quedado llorando? Quizás había sido tan fuerte su dolor que no pudo soportarlo más, y rompió a llorar, allí. Pero… ¿Por qué  había parado de repente de llorar?.  ¿Por verme?. Mis preguntas se abstrayeron, cuando ella jaló  el cerrojo, y la puerta del portón se abrió. La puerta se puso a un lado, y dentro estaba ella mirándome con sus círculos negros y pequeños en el centro del iris, dilatados, y entrecerrando sus labios rojos, como en un acto de marinera; me dio la bienvenida. Yo me quedé seco… Entonces me dio su mano para sostenerla. La sostuve dando dos pasitos en el patio.

Estaba la cabaña de recepción a los turistas. Y luego la entrada a los interiores de la mansión. A un lado de la entrada había un viñedo gigante que colindaba con un sembrado de trigo. Me quedé un rato mirándolos. Cuando ella me vio mirar los cultivos, me dijo: “¿Ves el camino?”. “Sí”. “Cuando tenía diez años caminaba en él junto a mi padre. Mi padre tenía fincas por aquí. Donde también solíamos caminar. Mi padre caminaba siempre con un sombrero de ala ancha de paja con un chaleco azul de lana de vicuña que mi abuelo le regaló”. Su hablar se volvió inseguro. “...también siempre llevaba consigo su polo azul de siempre y un pantalón negro de lino.En cambio, yo vestía con un vestido blanco floreado y unos zapatitos blancos, como de bailarina de ballet, también llevaba un sombrero de paja ancho de ala; pero el mío era más femenino,era hermoso. No solo el sombrero, sino todo”. Su celo se cerró, dijo Sara: “Su piel estaba como lista para votar un par de lágrimas [Pero no salió nada]”. Me pegué a ella y le di mi hombro…Note ligeramente que no habia gotas.

Caminamos un rato. Después le pregunté si se sentía mejor. Me dijo que “sí”. Sus pupilas estaban más dilatadas que nunca… Se quitaba el pesar de sus palabras, o eso me pareció. Me contó cómo lo perdieron todo, tras la reforma agraria de Velasco. En 1968 (año en que la reforma se puso en pie en Arequipa). Era el momento donde los ricos terratenientes tenían que dividir sus tierras y repartirlas entre sus trabajadores, los campesinos que habían trabajado allí toda su vida.

Su padre tuvo que “venderla” por una cantidad irrisoria. Eso le llevó a una gran depresión, que intentó zanjar con un nuevo proyecto; una destilería, pero fracasó. El país seguía en recesión. Tras el fracaso, le dio a su padre una segunda depresión, la que lo llevaría a estar en cama hasta el resto de sus días. Su madre los acompañaba, una cholita de trenzas gruesas negras y una pollera distintiva de su linaje de la nobleza de un pueblo subyugado por los incas. Era una fiel compañera de su esposo y de su hija, pero que más se encargaba de las labores de la casa que de temas familiares… Su postura, la de consorte y buena ama de casa, no de una madre. Eso fue lo que a Sara más le chocó de esa época, según me comentó. También me contaba que la pasaba super mal, lloraba todas las noches, maldiciendo a Dios, ¿por qué les había dado este infortunio?

[¿Terminó de contar su relato?]

Si bien la historia me conmovió, había algo que no cuadraba de la historia. Cabe resaltar que el desajuste fue más fuerte que mi embelesamiento, así que pude razonar: La Reforma agraria había sido en 1968, entonces, si lo que Sara me contaba era cierto, ella había caminado con su padre a los diez años en 1966… Finalmente, su físico no era el de una señora de cincuenta y seis años, sino el de una joven de veintiún.

Fue entonces que empecé a mirar disimuladamente a ambos lados. Estaba la caseta, que tenía un cartel en la parte superior que decía “caseta del guardia”, tenía la puerta hacia adentro. Su interior era de un cuarto amarillo pastel bien pintado y limpio. Una mesa, dos estantes a ambos lados, y una fotografía de una familia, no pude verla bien, pues mi cuerpo se empezaba a tensar. Pero  amarillenta, como muy antigua, o por ser mal cuidada. Era  lo que parecia parecia una familia detrás de una finca;  un padre dos hijo. M ellamo la atención que el  padre llevaba sombrero de ala ancha de paja con un chaleco azul de una lana y que el hijo tuviero el pelo rizado, negro pero rizado, y la piel trigueña muy fina.  Y la chica de dieciséis años, que me resultaba familiar. Me acordé de mi familia.

Al otro lado, en la entrada verdadera a los interiores de la casona, se vislumbraba un amplio recibidor de color rojo. Diversos objetos de la época colonial se exhibían en cubos de vidrio vacíos. Una cabeza de venado colgaba de la pared a mano derecha, algo que en mi estado no pude dejar pasar.  Aún más porque no hay cervantes  en esta región. Lentamente volteé en dirección a ella, por si se había percatado de algún comportamiento inusual en mí. Ella miraba solo hacia el frente, por la parte izquierda del compartimento de la entrada a los interiores de la mansión. La abracé por los hombros y le dije que todo estaba bien, que su historia me había impactado, pero que todo eso ya había escapado de ella–refiriéndome a la parte mala de la historia que me contó–. Me miró intrigada, pude ver como sus ojos destilaban su belleza mediante su cabello oscuro. “¿Estás bien?”, me preguntó. “Sí, claro. ¿Y tú?”. “Sí, deberías irte”. ¿Qué?

[Sara dejó de tener las pupilas dilatadas].

“¿Qué?”, repetí. “Si”. Me empujó con su mano hacia la dirección de la salida. No me lo podía creer. La complicidad, la bienvenida que me hizo con su vestido... ¡Había parado de llorar cuando me vio! ¿Y ahora? Lo acepté. Pero un último intento de lanzar mi último disparo: "Mañana te esperaré a las cuatro en el puente Chilina". No sé si fue un sistema de defensa que al intentar compadecerme, lo cerró. O si en realidad pasó. Pero noté que me miraba con tristeza un rato, pero con los ojos nada dilatados, y luego como que hubo un entrecruce. Y una lucha entre voltear o seguir mirándome.

Resolví salir con la vaga esperanza de que mi promesa se vuelva realidad y el reencuentro se concrete. Salí. Caminando por las piedras de vuelta por donde vine, el sendero parecía diferente, como más antiguo. No le di mucha importancia. Pensaba en ella. En mi disparate de pensar que... no hasta el mero hecho de terminarlo era una burla, una ofensa. Me reía de ello para no llorar.

Veía el horizonte a las nueve de la mañana. La hierba lista para ser cosechada, las lindes de los pisos altitudinales... todo me parecía hermoso. Y aún más bello era el paisaje cuando la recordaba a ella. Cuando la sentía cercana.

Miraba mis pies, el sol dándome en la cara. Pensaba en la promesa que le hice a gritos esa tarde en mi casa, alistando mis cosas de la U para el lunes. ¿Debía cumplirla? Era esa última mirada triste de ella la que irónicamente me daba ánimos. Quizás estaba sufriendo por dejarme ir, y se compondría al verme.

Cuando tocaron mi puerta, eran mis amigos que querían llevarme al partido de fulbito de todos los sábados. No estaba de ganas, pero necesitaba distraerme, así que fui. Y fue una buena elección. Estaba tan entretenido en el juego que solo en un saque recordé su pelo y su mirada. Y luego, cuando hubo una falta al Choche Cubillas, un negrito pequeño que se metía en todas las peleas.  Al final sí, no pensé casi nada en ella… Pero cuando ya llegó la noche y nos disponíamos a irnos, me invitaron  para ir a la fiesta de Alexandra, me negué. Sin razón alguna. Simplemente quería estar solo.

Cuando llegué frente a la puerta de mi casa, vi mi puerta y me imaginé un momento de juerga. Lamenté haberme quedado. Quizás habría podido conocer a alguien que me hiciera olvidar a Sara.

Luego, desganado, una vez quitado el seguro, empujé la puerta. Vi el interior de la casa vacío. De esa manera, de a poco, entró una nostalgia terrible. Estaba abrumado.

Dejé mis cosas en el sillón blanco y fui a mi cocina. Por fin, ¡el ponche de mora! Lo bebí apresuradamente, para disfrutar ese sabor, para recibir una pizca de placer ante tanta soledad que me abrumaba.

Dejé la caja medio vacía donde la encontré, cerré el refrigerador y di media vuelta hacia mi habitación. Vi la puerta de madera oscura entera, la miré desganadamente. Me tiré a la cama y, con la ropa puesta de la calle, me arrebujé en las sábanas.

Entonces, empecé a pensar en Luciana, y luego en Sara. Más en Sara. En serio la recordaba, en serio la deseaba. ¡Cómo la deseaba! Santo cielo. Sí, como no iba a ser así si aumenta cuando eso parece que nunca más lo verás. Es esa sensación de perderla y tenerla cerca. Lo que lo hace insufrible. En fin, pensaba y pensaba en cómo hubiera terminado mejor nuestra conversación. En cómo en ese momento se vería la figura de dos adolescentes de diecisiete años caminando en medio de la noche agarrados de la mano por el mirador de Yanahuara. Miraríamos los portales hechos de sillar, las lindes de los campos de las chacras, y las pistas de los tiempos coloniales, la plaza y las tiendas. ¡Qué felices seríamos entonces! Qué feliz sería entonces.

Así, agarré el sueño, como de mal humor. 

Al día siguiente, con una resolución terrible me levanté. “Debo ir”, dije.

Estaba cansado, más de lo que nunca me cansaba en una pichanga de fútbol. Me levanté a medias, me coloqué mis pantuflas. Luego caminé por ese suelo que parece piezas de madera antigua. El punto es que al final llegué otra vez a mi comedor. Saqué una golosina de la repisa, que tenía la fachada pasada con barniz. La golosina estaba un poco agria. Miré la fecha de vencimiento, y era lo que me temía. Intenté reductarla, pero ya era tarde, ya había pasado mi esófago. En fin, decidí ir a bañarme.

En en el baño,  la ducha gris me miraba mientras salía agua, y esta se me detenía en la parte empozada de mis ojos. Me froté bien la piel. Después empecé a leer “Las aventuras de Tom Sawyer”. Me encantaba ese libro. Era la cuarta vez que lo leía. En menos de un ratito el reloj marcó las diez. Tenía que ir a misa.

Me vestí lo más rápido que pude. Era una vestimenta a base de un saco de terno y un jean; y obvio no faltaba más, una camisa blanca. Estaba en buena forma, era más alto que la estatura promedio.

Llegué a la entrada de la misa, me recibieron sus dos puertas gigantes de reja. Salí a eso de las una. Fui a almorzar hasta las tres. Me quedaba una hora.

Agarré las llaves, abrí la puerta de mi casa y salí. Empecé a caminar en dirección del puente Chilina.

A la hora con quince minutos, luego de tomar una combi, llegué. No estaba ella. Pero sí había letreros: “No estás solo, busca ayuda”, “Si te rindes hoy, de nada sirve el esfuerzo que hiciste ayer”.

Estaba la construcción, el cielo celeste oscuro, con ciertas pelusas blancas a las que algunas personas llaman “nubes”. Esperé, y esperé, y ella no venía. No venía. En eso, cuando ya pensaba en irme, apareció.

Le dije: “¿Qué pasó?”. Ella tenía los ojos dilatados. “¿Todo bien?”, “¡Sí!”. Eso me desconcertó inmediatamente. “¿Qué?”, le dije. Eso no tenía ningún sentido. Y maldita sea, se me fue el pensamiento rápido de la mente, ¿y había aparecido esa palabra en mis labios?, pensé

Ella me miró desconcertada. Tenía las pupilas dilatadas, pero se notaba tenuemente. “Nada, ¿cómo has estado?”, le pregunté. “Bien, supongo”.

En eso, como en un arranque, me agarró de la mano y me jaló para la parte baja del inicio, en dirección del puente Chilina. Se escuchaba detrás el sonido de los carros que pasaban. Su delicada piel fría, esta vez no me perturbó nada. Santo cielo, era hermosa. ¿A dónde me llevaba?

Llendo una cuadra para abajo, caminando por una vereda en buen estado –la que está frente al Asilo Lira–, llegamos a la esquina de la cuadra y volteó. Había una chica con uniforme besando a un universitario. “¿Lo ves?”, me dijo. Luego volvió a la avenida principal .Seguimos por la calle. 

La tarde mostraba al día, gastado. Luego, detrás de un coche negro, un hombre robaba a una abuelita que se entraba sentada de espaldas. Duró poco, ya había comenzado cuando empecé a mirar. El tipo ni siquiera pareció notar mi presencia. En mi consternación, miedo e impotencia. Sara me llevó de la mano hasta el fin de la siguiente cuadra. Alargó la mano para parar un taxi negro. Este paró, y nos introdujimos en él.

“Ves lo jodido que está el Perú”, me dijo. Me agarró de improviso ese léxico. Solamente asentí. Asentí como un imbécil. Me dijo: “Tenemos que hacer algo”. “¿Algo cómo qué?”, le contesté.

—El taxista bigotón y panzón por el retrovisor nos miró intrigado. Me miraba como si estuviera hablando sólo–.

“No sé”, dijo finalmente ella. Y así como un instinto animal, que se arrebata por mi cuerpo, cara y, luego por mi alma, dije: “Debemos robar algo”.

“Sí”, me dijo, casi al instante.

Sí, ahora que lo miro de retrospectiva. Puedo ver que eso no tiene nada que ver con hacer un “cambio” en el Perú. Pero bueno, nada me importaba más que hacer cosas con ella.

El taxi nos llevó a la Avenida Ejército que tenía lo siguiente: casas de cuatro o cinco pisos, dos pistas y una vereda a mitad de las dos, ancha con variedad de árboles y plantas en los bordes. Por eso y porque además ahí se encontraba mi mall favorito; era mi avenida preferida. Una vez en la segunda vía tomamos una combi amarilla, ya que pasaba por Ormeño.

La combi se veía limpia, se veía la gente en armonía con el fin de semana, la mayoría despreocupados. Nosotros no lo estábamos tanto. Hablábamos en voz baja sobre cómo y cuándo íbamos a hacer el robo. Primero hablamos de dónde y luego cuándo. Al estar cerca de nuestro destino – “Ormeño” –, me contó que quería hacer el robo para salvar a su abuelo. Él necesitaba pastillas, por una hemorroide que se había complicado y había roto vasos capilares internos. Pero gracias a estas pastillas podían conseguir algo de paz. Lamentablemente eran carísimas. Esto no importa de mucho, solo es que me acordé de ello y por eso lo pongo.

Finalmente llegamos a “Ormeño”. La calle donde circulaban casi todas las rutas en la ciudad de Arequipa de las combis. Igual que la Avenida Ejército tenía en el medio una vereda en mitad de dos vías. Pero esta las tenía rejadas con plantas en el medio. Además, a sus alrededores son casas de estilo colonial.

Una vez bajamos en Ormeño de la combi amarilla Cayma, nos recibió un camino de piedras con cemento, en vez de ampliación de vereda. Parejas con jeans, esposos con ternos luego de salir de una misa evangélica u otras cosas. Había gente pasando de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, gente comprando un “churro”. Cruzábamos a la otra orilla de la otra vía, cuando un carro gris con compartimento adelante, casi atropella a Sara… –Ella se veía impávida, pero yo me iba a desahogar en un improperio de insultos, pero me retuve. Inhalé cuatro segundos, mantuve tres, y exhalé cinco. Además, recordé la buena compañía.  Ignoraba el humo de los coches. Incluso, cosas que posiblemente me hubieran salvado la vida… Cómo no iba a obviar a un idiota que no miraba cuando cruzábamos. En la otra vía, empezamos a esperar una combi para mi casa en Congata. Ella se veía con sus mangas largas blancas y la pechera del polo. Se veía perfilada con la nariz respingada, mirando el atardecer entre los edificios beiges a su mano izquierda, a las cuatro de la tarde. Y… otra vez con cierta melancolía; ella lo miraba y luego lo desdeñaba, sus ojos estaban pausados, como si por fin encontrara paz en ese desdén. Luego me miró y me sonrió. Ingenuamente, le sonreí también.

Durante el trayecto nos sentamos en la hilera de asientos, de dos, a mano derecha. De repente, empecé a ver que la gente del carro me miraban raro. Me observaban como si estuviera hablando solo, pero no era así; estaba con Sara. “¿Acaso no veían la belleza que estaba a mi lado?”, pensé. “¿Envidiosos, si eso es lo que eran?”. Recuerdo que hasta hubo una señora robusta con las mejillas regordetas y rojizas que me preguntó si el asiento no estaba ocupado. Irrespetuosa, por eso la tomé.

Hablamos en el trayecto sobre cosas de nuestra familia. Él tenía un hermano mayor, Jairo, yo también, Pablo. Me hablo un poco de Jairo, tenía el pelo negro y  rizado. Y no se por que me recordó al chico de la esquina de la foto. En la mansión del fundador.

Luego bajamos en la esquina, al frente de mi casa. A la hora de entrar a mi casa blanca en Congata –de mi padre–, le dije que esperara. Mi barrio era un lugar tranquilo, casi como una residencia. Casas solo de tres y cuatro pisos, de diferentes colores, pero en especial naranjas y blancas, siendo aplicadas las pinturas con eficacia y diseños elegantes en sus fachadas. Era un área, aunque a las afueras del centro, pero de primer nivel, llamado “Congata”.

Toqué la puerta, me abrió mi hermana Gabriela. Le pregunté si había alguien en mi cuarto. Me dijo que nadie. Estaba todo bien, vía libre. Mi cuarto daba a la calle, sí, era un golazo para mí. Una vez después de preguntarle cómo estaban en sus estudios y cosas similares –me importaba mucho–, me dirigí a mi cuarto. Estaba desordenado, no importaba, pues en un rato dejé impecable aquella colcha verde con fondo medio floreado “varonil” que tenía de hace dos años. Le di una sobada al armario marrón y saqué del sillón ciertos indicios de trocitos de “chizitos”.

Una vez dejada limpia la estancia, abrí la puerta marrón de caoba que daba hacia la salida, perteneciente a mi cuarto. Ella estaba en la esquina, mirando las cosas pasar con tanta añoranza que me entró nostalgia. Parecía que la dirección de Sara la evocaba, era de cuando este era un pueblo joven y jugaba en la tierra de las pistas con mi hermano Giovanni. Con ciertas lagrimitas en las pestañas, le dije, como siempre: “Estás en tu casa”. Entró. Me alegró su impresión del lugar –tenía los ojos muy dilatados–. Me acongojaba un poco, sin tener bien clara la razón. Traté de desviar su tema interior: “Toma asiento por favor”, le dije. “Gracias”. Pensaba en un trocito de “chizito” que estaba en el sillón cuando, ella se me acercó y casi al oído me dijo: “Está todo muy bonito”. Lentamente, sin querer, miré su vestido blanco y sus brazos cubiertos por las mangas de un polo de manga larga. Imaginé sus muslos blancos, pensé en mis dedos luego subiendo, imaginé el vientre de Sara y más abajo algo húmedo. De repente, un escalofrío brutal recorrió mi cuerpo. Entonces elevé mi rostro hasta llegar al suyo. Y ella me miraba con sus ojos ovalados negros con bordes de gata. Y ladeé la cabeza: “Mejor no”, dije. Ella asintió, cabizbaja. De Sara, notaba su pelo negro lacio y sus cejas curvadas, figura de diecisiete años, mas el recuerdo del escalofrío se llevaba todas esas ideas calenturientas. Aquella situación terminó con ella acercándose y dándome un beso callado. Esa noche, ella durmió en mi cama y yo en el mueble.

Despertamos a eso de las seis de la mañana. Decidimos que el robo a Petro Perú de Tahuaycani sería la opción más factible. Lo íbamos a hacer durante la noche. Y quedamos en reunirnos en el café de la vuelta de la esquina, “El Totoral”.

Me había levantado temprano para hacer un atraco. Sí, un asalto. La idea me sonaba estupida, pero ahora no. En ese momento, sentado sobre mi sillón con funda amarilla y bordados de flores en marrón, dije: "¡Maldición!" recordando la vez que era pequeño y mi hermano se me acercó a la cama. "Levantate", me dijo. "Déjame dormir", le contesté. Él me miró. "Vamos, despierta", me dijo again. Observé que vacilaba en si usar su última carta. Al final se decidió: "Vamos a jugar a policías y ladrones". Mis ojos se abrieron de par en par y, en un resoplido, solté la única frase que me cubría: "Pues cumples", le dije. Esa era mi motivación a los ocho años. Ahora, despierto, con diecisiete años, era robar. ¡Qué bajo había caído! Estaba listo para ver el mundo en realidad. O mejor dicho, como... valga la redundancia, lo veía en ese momento: lo que me llevaría a la póstuma locura.

Durante el lunes anterior al robo, a las siete de la mañana, y con el objetivo de mantenerme ocupado,fui a mi casa en Characato. La limpié, luego cogí dos novelas de Julio Verne del estante al lado de mi escritorio –en mi pequeño despacho naranja–. Después, tomé un ponche morado y traté de concentrarme en hacer una torta para Pablo y alegrarle el día. Finalmente, por la tarde de ese aciago día, fui a jugar fútbol otra vez con los colegas.

Llegué a eso de las seis y media de la noche, asustado y casi con el total convencimiento de que el robo era una mala idea. Pero esa tarde me alborotaba la cabeza el tema de la necesidad de medicinas para el abuelo de Sara. Lo único que zanjaba de vez en cuando ese sentimiento era pensar en mi primera cita con Luciana. Cuando la encontré tirada, empleada en la habitación al lado del baño, luego la fuga. “No, pensé. Deja de pensar en eso”, me dije. “Piensa en tu futuro. Estás de vacaciones, puedes buscar implementar tu primera idea de educación con algún curso”. Así que volvía al tópico del abuelo. Eso me hizo contemplar que quizás no era tan mala idea, quizás era una oportunidad para ayudar a una persona..

Pasó el tiempo y Sara no llegaba al punto de encuentro. Miré el reloj, marcaban las siete y media y ya había tomado siete cafés. Estaba más despierto e inquieto. Y sí, tenía ganas de levantarme e irme. Pero nuevamente el asunto de su “tata” interfirió y me mantuvo en mi banco frente al mostrador. Aunque me levanté y di dos pasos con la decisión de acabar con aquello de una vez, yéndome a mi casa, que era lo mejor, volvía.

Hay veces que cuando recuerdo los sucesos y me detengo en aquella parte, me grito a mí mismo: “¡Sal de ahí!, y no vuelvas más”.


Enseguida tras el accionar de la idea en mi cerebro “ es por su abuelo, dije”. Contemplé si alguien me había escuchado. Todos seguían en su conversación, riendo y parloteando. También parloteaba con mis ideas ¿Por qué? ¿Por qué no podía hacerle eso a una persona que sufría?, ¿y que su único alivio eran esas malditas pastillas?

Me propuse esperar hasta un cuarto para las ocho. La gente entraba con jeans azules y casacas de cuero, negras y blancas. Venían clientes, en dúos, y en grupos. La luz mortecina de ojo de buey, y sus asientos amueblados forrados en cuero rojo. Confería al lugar una calidez sin igual. Dieron las siete y cuarenta y cinco; tenía que levantarme e irme. Y así lo hice. Cogí mi saco marrón, y me levanté con la frente en alto. Era un menor desde edad, rodeado de mayores que recurrían a ese lugar para alejarse de sus problemas. Así tenía que demostrar, para el consuelo de aquella gente, que los problemas de joven se pueden remediar. Salí, di la vuelta a la esquina, mostraba su enorme letrero en una estructura de un palo y una pantalla iluminada. Las letras primeras en verde y las de atrás rojas “Petro Perú. Mi víctima. Avancé lentamente en su dirección, donde la calle se encontraba vacía y cuando vi la estación de soslayo, como transeúnte pasando por la avenida; estaba igual.

Eso me consternó un poco. ¿Quién dejaba una gasolinera vacía? ¿Habrán ido a dormir? Miré la hora. “Siete para las ocho”, era imposible, “Debe haber una explicación”, pensé. Mientras lo razonaba, mis piernas avanzaban en dirección de la estación. Me motivaba la situación del anciano, Sara, su rostro enjuto y convaleciente diciéndome una y otra vez al oído: “Debemos hacer algo”, “Debemos hacer algo”. Era algo así como una sacudida de brazo por parte de una chica. Entendía que quizás ella había tenido un percance y por eso no había podido venir.

En poco tiempo estaba frente a la caja registradora, mirando si alguien me veía. No había nadie. Pero sentía una mirada clavada en mí, todo el rato, pero cada vez que volteaba y pensaba en agarrarlo, no estaba. Me hallaba en consternación, pues un testigo lo malograría todo. Medité en que quizás así podría enviarle un dinero a Sara, y nadie en mi familia lo notaría. Esto último me dio el empujoncito que necesitaba. Jalé la caja, la bendita caja naranja. Felizmente estaba sin seguro, me disponía a sonreír, cuando vi el interior. No me lo podía creer. Ya que, estaba vacía. Y me disponía a irme porque el escenario no era favorable para mí, pero una vez que di unos pasos vi que dos policías, me miraban a las afueras de la estación.

Mi primera impresión fue;  “Bueno, no tengo nada que temer. No he robado nada”, pero el contexto no me ayudaba en nada. Calles vacías, yo solo en la estación. Podría decir que era el hijo del propietario. Pero para qué. Igual, me pedirían identificación. Me acerqué y amistosamente los saludé: “¿Qué haces aquí?”, me dijo el más barbudo, con una cicatriz en la mandíbula; parecía que se la había hecho afeitándose. Casi me mato de risa al instante. Aquel señor, todo bien serio, con una herida, por no saber bien cómo afeitarse.

“Nada. Papá me pidió que sacara unos billetes para comprar algo para cenar.

“Tú papá trabaja aquí”

“Sí”

“¿Eres hijo de Misael Palomino?”

“Sí”

“No”.

“Tus papeles”, dijo el otro policía

“No los traigo conmigo”

“Ah, no las traes contigo”

“Hijo, ¿quién no sale con papeles?”

“Oficiales, por favor, ahora estoy ocupado. Tengo que llevar la cena a casa. ¿O se la van a llevar ustedes allá?”

“Ajá. Tus papeles, hijo”

“No”

“¿No?”

“No los traigo conmigo. Soy menor de edad. Aún no me acostumbro a esa responsabilidad de llevar documentos.”

“Ah, así que eso”

“Hijo, por favor, pon las manos atrás. Estás detenido por intento de robo. Tienes derecho a una llamada y a un abogado.”

¿Era yo, o su voz se notaba monótona?. Era como si en un instante alguien le hubiera succionado su alma. Su espíritu. La patrulla era igual a una estadounidense, con la salvedad de que era toda blanca. Me dijeron que guardara silencio. Al menos pedí cómo se habían enterado. Ya no valía la pena negarlo. Una llamada, hijo. Tarde o temprano, siempre se tuercen. ¿Sara? No lo podía creer. Estaba destrozado. Será reiterativo, pero me dolía más el hecho de ser traicionado que el otro, de ser arrestado. Maldita sea, Sara, ¡no se aparecía!. ¡¿Y eran para su abuelo?! ¿Qué hay de eso? ¿¡Ya no le importaba un rábano!? Ah, j#d$d% p$#a. Es una malcriada. Una ingrata. ¿Qué le hice yo? No, no reaccioné así. De esa manera debí reaccionar. Pero no, la quería. A pesar de lo que había hecho. Quizás le había conferido demasiado peso para ocultar a Luciana en mi cabeza. Sí, maldición, otra vez volvía el nombre de Lucy a mi cabeza. Maldita sea. Regresando, aún quería a Sara. Era real. Todos habíamos tenido tropiezos. Valía la pena perdonarlo. Valió la pena perdonar el tropiezo de Sara.

Cuando llegamos a la comisaría de Yanahuara, estaba ya decidido, iba a cooperar. Me dejarían libre, pues soy menor de edad. E iría a buscar a Sara y le pediría una explicación. Nada de eso pasó. 

Llegué, me hicieron las preguntas de rutina. Me enviaron a mi catre. Aburrido, pero, la llamada. Llamé a mi casa para preguntar, primero cómo estaban, y luego, como una ironía, contar mi situación. Mi padre, obvio, salió con su “¿Qué carajo tienes?”, parecía uno de esos muñequitos a los que, presionando un botón en la parte indicada, salía una frase. Así era él. ¿Qué te pasa? No piensas en tu familia. Solo tenía que ir a la cena.” Y una vez calmado y desahogado, maldije a mi madre. Mi madre, un amor: “Tranquilo hijo, te queremos”. “Ya vamos para allá”. “Todo saldrá bien”. Esperé que así fuera. Para bien o para mal, algo sí sucedió después. Me sacaron de la celda para tomar mis huellas. Cuando regresé, había un hombre con el pelo desordenado, con ciiertos rizos negros intactos, y los ojos desaliñados dentro. “Hola”, le dije, “y tú qué hiciste?”. “Sobrevivir”. Después no quiso decirme nada. No fue sino hasta la hora del almuerzo del día siguiente, que decidió hablar. “Era padre de una hermosa niña. Tenía que sobrevivir. Yo era terrateniente, y la reforma nos afectó. Gravemente. Tenía que sobrevivir. Robar una gasolinera parecía un buen plan. Necesitaba trabajo, claro. Pero nadie me lo daba. Siempre es lo mismo: ‘Lo siento, requerimos de una persona más joven’”. Y a Sara… “Se empezó a agarrar las manos con el rostro. Extraño tanto a mi hermana. El cólera se la llevó dos meses después de la reforma”. “Oh, espera”, dije. “Añadi: ‘Necesitas tranquilizarte. ¿Tu hermana no es blanquiñosa con los ojos penetrantes”?. “Sí, respondió”. Maldición. No, no conozco a mujeres así. “Joder, tranquilizate, me decía ami mismo” , una y otra vez. “¿Cómo te arrestaron?, logré preguntarle. “Una patrulla me esperaba a la vuelta. Me dijeron que casi soy un maldito condenado con suerte…Porque las únicas dos patrullas que iban a estar efectivas ese día, donde una fue a detener un posible robo a otra gasolinera. Y la otra casi, el oficial iba a “cuchurrumiar” con su esposa, en lugar de patrullar Pero su esposa había tenido doble turno. Así que él prefirió tomar unas horas extra. Ganó unos billetes para su señora.

Una señora llamó  ¡Maldición!" Se volvía – el pobre hombre–. Aún en desociego Jairo , le pregunté si tenía una foto de su hermana. La sacó. Y ¡Oh, Dios!, era ella. Maldita sea; mi inferencia. Pensé en Luciana casi como una escapatoria. "¡Mierda!", dije.

Intenté decir a los oficiales que había un error. Mi verdadero nombre era Roberto Andrés. No había documentos que me validaran. Decía una y otra vez que el verdadero culpable estaba allá afuera. Pero nadie me creía. Cuando estaban sacándome de la celda en la comisaría, para llevarme a "Zocaballa", escuché cómo Jairo decía: "¡Oh, Sara! ¡Hermanita...!" Esto sacudió mi cabeza. Fue como si una invisible y traspasara cosa, se hubiera metido en mi cabeza y apretado un botón. Y una enorme fuerza de descompensación me hizo venirme abajo. Sentía como si de repente aumentase cuarenta kilos.

Felizmente me volvieron a meter en la camilla de mi celda. Luego, cuando desperté, sin razón alguna, sentí que Sara estaba afuera de la cárcel. ¿Me escucharía y vendría a verme? Saldría, y podríamos estar los dos juntos?. Así, me entraron ganas de llamarla. "¡Sara! ¡¡Sara!!" El hombre de al lado parecía muerto al escuchar el nombre de su hermana. Creo que ya veía lo que se avecinaba. "¡Sara!" Vinieron dos policías. Me ordenaban que me callara. Mis deseos eran mayores que mi raciocinio. ¡Sara! Finalmente, un hombre calvo dijo a su compañero: "Espera acá, voy a ver si alguien está afuera". Regresó a los pocos minutos. "Lo siento, muchacho, no hay nadie". Luego me hicieron un test. Estaba mal. Le eché la culpa al test. "Está mal hecho", pensé. 


Ya en mi catre, echado de costado y mirando las paredes blancas amuebladas, pensé en otra cosa. Quizás estaba loco, porque a veces me venían ganas malditas de romper todo para volver a ver a Sara. Pensaba en que ella todavía estaba allá afuera, esperándome. 

                                                      FIN


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FIN


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