J. Daniel Nicoli_Elara.

"En una cabaña de madera enclavada en lo alto de las montañas, donde las nubes parecían danzar con la brisa y el cielo se fundía en un lienzo de colores al atardecer, vivía una mujer llamada Elara. A sus ochenta años, su rostro estaba surcado por arrugas que contaban historias de aventuras vividas en tierras lejanas, mares tempestuosos y cielos sin fin. 

Elara había sido una viajera incansable, una exploradora de mundos desconocidos y una buscadora de secretos antiguos. Había navegado los mares con piratas, atravesado desiertos con nómadas y escalado montañas con monjes. Había encontrado tesoros escondidos y desentrañado misterios que pocos se atrevían a buscar.

Pero ahora, tras décadas de aventuras, había decidido que era el momento de descansar. Su cabaña era un refugio de paz, rodeada de pinos y flores silvestres, con un riachuelo que cantaba suavemente a través de las rocas. Cada rincón de su hogar estaba lleno de recuerdos: mapas desgastados, armas oxidadas, libros antiguos y artefactos misteriosos.

Una tarde, mientras el sol se ocultaba detrás de las montañas, Elara se sentó en su porche con una taza de té humeante. El aire fresco llenaba sus pulmones y la serenidad del lugar la envolvía como un manto. Cerró los ojos y dejó que su mente viajara una vez más a aquellos momentos de valentía y descubrimientos.

Sonrió al recordar la vez que había descubierto una ciudad perdida en la jungla, donde había hallado un cáliz de oro con inscripciones en un idioma olvidado. Pensó en la sensación del viento en su rostro mientras volaba en globo aerostático sobre tierras desconocidas y en el calor del fuego de campamento compartido con tribus de lugares remotos.

Pero ahora, en este momento de calma, Elara no sentía nostalgia ni arrepentimiento. Había vivido plenamente, había explorado los confines del mundo y del alma humana, y ahora estaba en paz. Sus aventuras habían sido extraordinarias, pero también lo era la tranquilidad que sentía al escuchar el canto de los pájaros y el susurro del viento entre los árboles.

Elara abrió los ojos y contempló el paisaje que se extendía ante ella. Las sombras de las montañas se alargaban, y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo crepuscular. Supo que su espíritu siempre sería un aventurero, pero también entendió que había belleza en la quietud, y que el mayor de los viajes era el que la había llevado de vuelta a sí misma.

Con una última mirada a las estrellas nacientes, se recostó en su silla y dejó que el sueño la abrazara, sabiendo que había encontrado su último y más preciado tesoro: la paz."

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